Los 21 de septiembre se festejan los días de la primavera, del estudiante, y del fotógrafo. Este año, en la plaza Italia platense, faltaba la más importante. No paraba de llover desde el mediodía, y aunque la ciudad seguía con su rutina de sábado y más de diez líneas de colectivos bordeaban constantemente el lugar, eran muy pocos los que se acercaban al visitar los puestos de artesanos.
Por Álvaro Vildoza
—¡Está todo el mundo yéndose y nosotros armando! —comentó un puestero de la punta noroeste de la plaza a sus compañeros, una artesana que hacía bijouterie de plata y alpaca y otro que nunca armó su puesto pero sí cebó mates comunitarios toda la tarde—. Es raro lo que digo, pero yo sé que va a parar.
Los tres coincidían en una cosa: cuando llueve no se trabaja, pero apenas sale un rayo de sol, la gente de los edificios de alrededor, los amigos que empiezan a juntarse, siempre llegan.
—Uno trabaja toda la semana, encerrado en el taller. Venir acá es un poco salir a airearse, aunque sea a estar con los compañeros y pasarla bien un rato.
Del lado opuesto de la feria, mirando a su izquierda, a una calle 7 que lleva al centro, un puestero que vende llamadores de ángeles y fuentes de cerámica envolvía su trabajo en papeles de diario y los ubicaba en varias cajas grandes de cartón. Su humor era opuesto al de su colega de la otra punta.
—¿Y qué voy a hacer? —repetía ofuscado —¿Qué voy a hacer con una lluvia así? Tengo que levantar todo y tomarmelás.
Así de cambiante es todo en esa plaza. Los olores se mezclaban entre el de la humedad de la tierra, el del café que servía un vendedor en bicicleta o de los mates con cáscara de naranja que intercambiaban los puesteros y todo aquello con el penetrante aroma a pasto mojado de los cigarrillos de marihuana.
—¿Hay faso? —preguntó un recién llegado a la charla entre un grupo de artesanos hippies muy cómicos y uno de los dos fotógrafos que rondaban la feria. El más simpático, de rostro vivaz, vestido con una campera larga y con un colmillo de tiburón atravesándole la oreja, le respondió compartiendo su cigarrillo. El hijo de uno de ellos, un niño de unos cinco años, tomaba gaseosa en lata, posaba para el fotógrafo y miraba toda la escena sentado bajo el tablón.
La lluvia llenaba los toldos que cubrían los puestos. Vaciarlos era el entretenimiento de dos nenas; una mayor, que con un alambre saltaba y golpeaba “el techito” y la otra, con restos de pintura artística en su cara, que la animaba gritando:
—¡Otra, otra, otra más! —Y el agua caía en un solo chorro pesado, cortando con su sonido los retos de la madre.
Los timbales que tres muchachos jóvenes tocaban en un puesto, casi en el centro de la plaza, eran los únicos que producían un sonido constante además de la lluvia y el murmullo incesante de los motores que hacían de la plaza gran una rotonda. Los otros eran el de las bolsas que armaban o desarmaban los artesanos con sus cosas y el de los diálogos que entablaban algunos estudiantes con los menos de veinte puesteros que habían decidido quedarse.
Dos empleadas municipales barrían y se esforzaban por encontrar algo que levantar y poner en la bolsa de residuos que llevaban. No había hojas en el suelo, ni basura arrojada en la semana y las bolsas en los tachos eran nuevas.
Los cotidianos
—Hay que trabajar. Es el único dinero de la semana éste. —La mujer que lo decía hablaba acariciando sus tejidos: sombreros para bebés y niños, de uno o varios colores, con hocicos de chancho, rayas de tigre o un gran ojo sobre el gorro que recreaba al personaje de la película animada Monster Inc. Era tucumana, tenía una edad que no decía, pero rondaba los cincuenta, vivía en Berisso y tomaba el 214 para llegar a la plaza todos los fines de semana hace cuatro años y el 202 para volver a su casa.
Conversaba con el fotógrafo y lo felicitó por su día, se había enterado por la radio. Él agradeció con acento norteño y las pequeñas arrugas de ella se marcaron alrededor de sus ojos y la piel, seca por el frío, se estiró en una sonrisa.
—¡Somos vecinos! Yo soy de un pueblito al borde del cerro, en Tucumán.
—¿Hace cuánto que se vino para acá?
—Y, mijo’, ya son 29 años. Vuelvo todos los años, igual. Toda mi familia vive allá. Acá trabajé en dependencia y después cuando me quedé sin nada tuve que hacer lo que sabía y acá estoy, todos los sábados y domingos.
Con la conversación los datos de la mujer se sumaban y entre el fotógrafo y ella crecía la simpatía. Hablaron de Catamarca; de la Feria del Poncho a la que a esta simpática artesana le encantaría ir; de Santa María, que según contó, la mitad era de su padre y se encuentra en proceso de sucesión. Recibida en Psicología Social “de grande”, comprendía y ayudaba siempre que los estudiantes necesitaban información sobre su trabajo.
Los estudiantes son el público que acostumbra ir a la feria de plaza Italia, con sol o con lluvia. Como aquel sábado, en el que los visitantes eran chicos y chicas veinteañeros, algunos policías que miraban a los que fumaban sin decirles nada. Detrás de su puesto, un artesano saludaba a cada uno de ellos inclinando la cabeza.
—Piki, ¿un mate? —le ofreció una mujer del puesto de enfrente.
Era un hombre alto, morocho, de ojos cansados y muy claros. Llevaba un gorro negro tejido que bien podría haber sido obra de su compañera tucumana, y su pelo blanco caía enrulado hasta los hombros. Hacía más treinta años que trabajaba en la feria:
—Eran los tiempos de la dictadura. Nos veían con el pelo largo, acá en la plaza y sí, éramos “los peligrosos”.
El tablón de Piki tenía varios manteles encimados en los que había dispuesto sin ningún orden aparente muchos retazos de cuero, fustas, billeteras, portacelulares del mismo material pero de distintos colores y grosores. Sobre su cabeza se balanceaban unas cuantas mochilas de terminación fina y resistente que emanaban un perfume “que sólo tienen los productos hechos con un buen cuero argentino”.
Unos puestos más allá, una versión físicamente parecida a un “Piki joven” trenzaba unos alambres de alpaca que daban forma a un colgante con la piedra nacional, rodocrosita, pero no de la variedad más conocida, la “Ortiz” (rosada muy pura, a veces casi roja) sino de una muy veteada con un color marrón como los cerros de donde la extraen, la “Capillita”.
Los que se van
A Plaza Italia la rodean edificios muy altos, uno moderno completamente vidriado y otros muy arruinados, de paredes manchadas de humedad. Desde allí algunos encendían unas lámparas y miraban hacia abajo: veían una plaza en la que a las cinco de la tarde quedaban de los varios autos estacionados horas antes en sus calles internas, uno solo con el baúl abierto y el carro de otro artesano al lado de la escultura de acero inoxidable de Rodríguez del Pino. Desde la heladería del frente, sentado en el piso bajo el mostrador, con tres bolsas llenas, un viejo de barba y mirada larga tenía la vista clavada en la plaza.
—Lo que tiene La Plata es eso: un poco de sol y la plaza se llena. Ya van a ver —seguía repitiendo el artesano, mientras pasaba el mate.