Diciembre es un mes riojano, escribía Arturo Ortiz Sosa en los años 60 para la corresponsalía del diario La Nación; es en este mes tan ardiente cuando se juntan las familias y las fiestas de San Nicolás, el Encuentro y la Nochebuena, cuando los pastos se secan, y muchas familias desempolvan las cajas con las figuras de un Jesús recién nacido para “armar” el pesebre y esperar el canto de las “pacotas”, homenaje que hace más de un siglo, jóvenes y adultos le dedican con coplas y vidalas navideñas. Transeúntes acompañó a una de ellas, desde el ensayo hasta la sexta y última visita.
Por Álvaro Vildoza
—Por acá, por acá —gritó un hombre salido de la oscuridad. Saludaba desde la mitad de la calle. —La señora está enferma y los está esperando.
—Se viene el cuarto, no más. ¡Che, para allá! —Hulda, guitarrista y profesora de música, con su instrumento al hombro, dio media vuelta y guió a la “pacota”, el grupo de seis niños, dos bebés y unos cuantos adultos que habían salido a cantarle villancicos al Niño Dios. Caminaban todos juntos al ritmo que Panchi, de once años, marcaba sobre el tambor. Los demás cantaban, o conversaban, buscando la estrella de luz sobre la casa donde estaba armado el pesebre.
Los valientes del barrio, que escuchaban el alboroto y salían a la vereda dejando atrás el aire acondicionado, miraban encantados al grupo que avanzaba; algunos señalaban el camino, hacia tal o cual patio, o tal galería, o bajo esa parra; otros, habrán deseado “vestir”, como se dice en La Rioja, al niñito Jesús, para que la música llenara de cerca unos pocos minutos de la noche.
—Allá, allá, hay que cruzar —ordenó una de las pacoteras más grandes; llevaba dos nenas de la mano, miró a los demás y cruzaron todos juntos. Debajo de una estrella azul, hecha de alambres y luces, esperaba más gente. César, con el charango sonando, fue el primero que llegó, saludó, intercambió felicidades y todos pasaron al patio.
En una hilera semicircular, los dueños de casa y algunos vecinos aguardaban sentados frente al pesebre. Apenas unos focos encendidos colaboraban con la iluminación íntima y especial, dedicada a la imagen del Niño Dios, notablemente más grande que el resto de las figuras, ya que originalmente las familias ubicaban sólo al recién nacido, para ir agregando otras con los años.
Las figuras, cuentan, se heredan por generaciones y son guardadas con mucho cuidado hasta cada 8 de diciembre, cuando cada integrante de la familia cumple con su tarea asignada: se allana la tierra, se prenden estrellas, se busca y se pone pasto, se construyen pequeños lagos, y con bolsas de papel pintadas o cubiertas de polvo de ladrillo se forman montañas, refugio ante el sol siestero, como las de La Rioja misma. Más tarde se colocan las figuras de los reyes magos, los pastores, las ovejas y los burros, todos admirando al Niño, al que con orgullo se le obsequian también los primeros higos y las mejores uvas.
La guitarra dio el primer acorde, el charango y el tambor marcaban el ritmo, y los niños, con toc toc, panderetas y maracas armadas con envases de yogurt, acompañaron el canto de los más grandes y cantaron ellos también:
Venid, pastorcillos,
venid a adorar,
que el Rey de los cielos
ha nacido ya.
Todos, visitantes y visitados, cantaban y aplaudían. Desde la calle sonaban los estruendos de las cañitas voladoras y petardos con los que los vecinos celebraban el homenaje del coro al Recién Nacido.
Con el final de los cantos, aparecieron la dueña de casa y sus hijas, felicitaron emocionadas a los pacoteros y les ofrecieron gaseosa bien fría y chupetines “para los más chicos”. Antaño, el refresco era aloja, una bebida dulce elaborada artesanalmente con el fruto del algarrobo; hoy, en cada pesebre, los agasajados convidan pan dulce y sirven agua mineral, gaseosas y hasta regalan bolsas con hielo, pues el calor es tan intenso que seca las bocas de los cantores y el frescor de las bebidas no dura mucho al aire libre.
Cuando los obsequios terminan, la pacota continúa su camino, en busca de estrellas o de invitaciones que muchas veces los hacen retroceder. Los chicos aprovechan para intercambiar instrumentos, enseñar a los menos experimentados las letras de los villancicos, y, entre gritos y saltos, se mojan la cabeza con agua fría, adelantándose a los carnavales chayeros que todos esperan, en un febrero más templado.