“Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina”. Al igual que mencionan los Enanitos verdes en su canción, nosotras tampoco pudimos escapar del final y llegamos al Falkner sin saber que esa sería nuestra última parada.
Por Inka von Linden
A metros de la ruta 234, que es la que recorría los Siete Lagos, se encontraba nuestro querido camping. Era agreste con servicios y ofrecía parcelas individuales con fogón, mesa y bancos de madera por 80 pesos el día. Se trataba de una verdadera joyita con carpas distribuidas sobre una franja de bosque ubicado a orillas del lago. Las arenas blancas de la playa en contraste con los tonos verdosos de las aguas provocaban un efecto visualmente hermoso.
Mi amiga Jele y yo, como verdaderas mochi-principiantes porfiadas, no aprendimos de los errores y volvimos a llegar al camping por la noche. Después de buscar un lugar libre sin resultados, invadimos la parcela de unas chicas y armamos la carpa a tientas como pudimos. Comenzamos a cocinar arroz con el anafe. Iba lenta la cosa, cuando de pronto nos quedamos sin llamas. ¿Y ahora quién nos podría salvar?
El chapulín colorado no apareció, pero surgieron los “mochi-vagos” en escena. Estos se encuentran catalogados en el diccionario viajero como el último nivel dentro del escalafón mochilero y su principal objetivo es mantener la comodidad. Se caracterizan por buscar siempre la salida más fácil, con menos trabajo y menos esfuerzo. Ellos mismos lo reconocen y se definen como “pajeros”.
Este grupo de seis veinteañeros se encontraba reunido en círculo alrededor de un fogón junto a otros viajeros, que musicalizaban la situación con un tema de Pappo. El hambre nos hacía gruñir las panzas, por lo que nos acercamos con nuestra ollita y dijimos con algo de vergüenza: “Disculpen, ¿podemos terminar el arroz en su fogón?” Aceptaron sin problema. Pero parecía que se trataba de un arroz maldito y ¡no se terminó de hacer más! Sin embargo, “cuando hay hambre, no hay arroz duro”.
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La dinámica viajera de Siete Lagos fue muy diferente a la del Bolsón. El movimiento era constante porque todos querían cumplir con el recorrido y no se quedaban más de dos días en un lugar. Cuando conocías a alguien, ya se iba ese mismo día o al siguiente. Pero luego te volvías a encontrar, porque todos hacían el mismo recorrido. Una cosa que logró llamar mi atención fue que los varones viajaban en grupos grandes de al menos cuatro, y las mujeres sólo de a dos o tres. ¿Seremos más complicadas?
El perfil de los viajeros estaba bastante alejado del de los gasoleros del Bolsón. En los Siete Lagos reinaban los “mochi-vagos” y los “mochi-chetos”. Estos jóvenes de entre 20 y 30 años, se caracterizaban por trasladarse en auto y por eso se daban el gusto de viajar lo más equipados posible. ¡Los mochi-vagos eran muy cómodos! Dentro del reino animal se los podría identificar con el oso perezoso, porque eran haraganes al límite. A tal extremo que decidieron acampar cuatro días en el Falkner, y no recorrer otros lugares, para no tener que desarmar y armar la carpa.
Mientras tuvieran dinero, podían sostener esa vagancia. Por ejemplo, en vez de ir a buscar leña al bosque, directamente la compraban en la proveeduría del camping. E invertían cuarenta pesos en una coca de litro y medio solo para darse el gusto. Eso sí, lo que tenían, lo compartían sin dudar. Desde la coca, hasta la leña y el fuego, que con sudor y lágrimas habían logrado encender. Esa generosidad era la que los colocaba dentro de la categoría de mochileros.
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La cuestión es que de repente nos quedamos sin anafe, se habían terminado nuestras provisiones, se rompió el cierre de la carpa y comenzó a llover. ¿Algo más? Esa serie de acontecimientos desafortunados fue marcando nuestro regreso y al fin de este viaje por el sur argentino.
Faltaba muy poco para terminar el recorrido de los Siete Lagos, nos encontrábamos a 50 kilómetros de San Martín de los Andes, pero no podíamos seguir así. Nos costó tener que regresar, pero como dijo Jele para aminorar mi pena: “hay que dejar algo pendiente, para tener una excusa para volver”.
Claro que volveremos y habrá nuevos destinos para la mochilera principiante. Mientras tanto, llenamos nuestras mochilas con la sonrisa de cada viajero que nos cruzamos, las canciones del fogón, las charlas en alemán-castellano, la alegría compartida con la banda viajera, los mochi-gasoleros, mochi-chetos y mochi-vagos,con los mejores recuerdos…
Porque como dijo nuestro querido Gabriel García Marquez: “La vida no es lo que uno vive, sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.